Plegaria del árbol
“”Los bosques son los bienes más preciosos que los dioses han concedido a los hombres”” (Plinio)
Hace unos meses, de visita por una ciudad española y en uno de sus parques, casualmente hallamos un cartel en el que se hallaba inserta la siguiente “Plegaria del árbol”, la cual quiero aquí reproducir por resultar ser una causa noble e interesante.
¡Tú que pasas y levantas contra mí tu brazo armado, antes de hacerme daño, mírame bien!
Yo soy …
El armazón de tu cuna
La madera de tu barca
La tabla de tu mesa
La puerta de tu casa
La viga que sostiene tu techo
La cama en que descansas
Yo soy …
El mango de tu herramienta
El bastón de tu vejez
Yo soy …
El fruto que te nutre
La sombra que te cobija contra los ardores del sol
El refugio bondadoso de los pájaros que alegran con su canto sus horas
Yo soy …
La hermosura del paisaje
El encanto de tu huerta
Yo soy …
El calor de tu hogar, en las noches largas y frías de invierno
El aire que respiramos
El oxígeno que vivifica tu sangre
La salud de tu cuerpo
La alegría de tu alma
Por todo eso: ¡¡ DEFIÉNDEME !!
Lo cual nos hace recapacitar sobre el hecho de que aquellos pueblos que cuidan la naturaleza y vienen a mostrar su cariño hacia a los árboles, al final saben donde elegir los lugares que les ayuden a expandirse bajo un toldo amable y protector de intenso verdor, embelleciendo sus calles y avenidas, demostrando su acervo cultural y una gran sensibilidad medioambiental.
En cualquier época, los poetas siempre han compuesto o cantado odas sobre la solemne belleza de los bosques, las leyendas que encierran y sobre los seductores encantos del rumor de las aguas en su discurrir por sus entrañas, bien sea despeñándose de forma tumultuosa y bravía por unos abruptos desniveles o bien cuando simplemente se deslizan por un profundo surco marcando regueros de plateadas estelas.
En el transcurrir de los tiempos, el árbol también se ha considerado como un importante símbolo religioso, su sombra protectora, además de acoger ritos legendarios, ha sido testigo de reuniones concejiles en las que se llegaban a adoptar importantes decisiones respecto a tratos y pactos, así como de bodas y de otros tipos de celebraciones.
La antigua Roma coronaba de mirlos y cipreses a sus sacerdotes, siendo el laurel el que se ceñía sobre las altivas frentes de los vencedores. También las pasadas civilizaciones decoraban sus bajorrelieves con hojas de árbol, repitiendo estas filigranas en los capiteles colocados sobre los fustes de las columnas que sostenían los arquitrabes o los arcos. Las primeras ciudades fueron construidas de troncos y sobre estacas se levantaban los palafitos en las inmóviles aguas de los lagos. En las épocas recientes, de los árboles se llegan a extraer los materiales para la elaboración del papel, el cual sirve como soporte de ideas y sentimientos de todo tipo.
Los árboles nos han ofrecido su madera para que fabricáramos muebles o para que talláramos unas severas y artísticas sillerías de los coros en las iglesias, donde se entremezclan con el blanco rumor de rezos en las abadías góticas las bellas melodías interpretadas por el órgano.
El árbol llama a la lluvia para que aplaque la sed de los campos y los fertilice, para que puedan cubrirse estos de unos jugosos frutos y de unos dorados cereales, que han de servir posteriormente para nuestro sustento. Más tarde, cuando el árbol esté viejo y herido será talado por el hombre para que, una vez seco y muerto, y con la máxima bondad, nos seguirá protegiendo al darnos calor en los días del frío invierno, cuando los altos se visten de blanco y un viento helador sopla de manera despiadada; entonces, los troncos se convierten en llamas y en un crepitar continuo van consumiéndose lentamente.
Un anónimo poeta en honor del árbol cantó:
El árbol, el anciano señor de la ribera
el rey de la montaña, la cúpula severa,
que de frescura y sombra los cármenes llenó
el arpa que pulsaron los céfiros suaves
el lecho de las rosas, la tienda de las aves;
el toldo de la siesta del que a sus pies durmió
En todas las épocas los hombres han querido comprender como que los árboles eran algo afín a ellos mismos, ya que tenían sus raíces sujetas a la tierra, pero no dejando de mirar hacia lo más alto.
Los seres humanos no somos insensibles al paisaje, por más que nos hallemos inmersos en preocupaciones o en una frialdad que no siempre llega a ser auténtica. Lo más noble de nosotros mismos y lo mejor sale cuando podemos disfrutar de unas profundas y umbrosas avenidas, caminos o sendas, donde los pájaros, ocultos en el follaje, continuamente nos hablan con sus trinos sobre algo exquisito y tierno que intentamos buscar con la mirada levantada hacia el cielo, con un alma que resurge durante unos instantes en la búsqueda de la más pura emoción estética.
¡¡Así es el árbol!!