Los héroes… Nuestros héroes.

Sirva este pequeño relato como homenaje a los residentes de los centros de mayores, que son unos auténticos héroes, y al personal que está a su cuidado. Mi madre, Concha Mur, estuvo varios años en la Residencia de Campo y acabó sus días en la de Graus.

 

Residencia de Campo
Residencia de Campo

 

Un repiquetear alegre de campanas rompe el silencio de la mañana; ruidos estruendosos de cohetes que explosionan y puntean el cielo de nubecitas grisáceas de humo y olor a pólvora, a la vez que reverberan en las paredes de la Peña del Morral; la banda de música poco a poco va acercándose a los sones de una diana floreada; … Estamos en septiembre y no es un día cualquiera: es la festividad del Santo Cristo.

No hace mucho que el manto de la noche acaba de ser rasgado por las luces de la aurora. El suelo está mojado, lleno de lunares negros y brillantes, unos más grandes que otros e incluso diminutos, formados a raíz de la reciente lluvia; alguien habrá oído el chaparrón entre sueños.

En la residencia para mayores renace la actividad diaria, todo se pone en marcha: el desayuno está preparándose en la cocina; dan comienzo las labores de limpieza; se hallan dispuestas las mesas en el comedor, con sus manteles, servilletas, platos, vasos, tazas, cubiertos y jarras de agua; también las mesitas con las pastillas, jarabes, complementos vitamínicos, termómetros, jeringuillas… Todo está en orden para atender a los abuelos. No tardarán en llegar los camiones de reparto con sus cargas de mercancías y el trasiego se incrementará.

La noche ha sido calurosa y húmeda, los ancianos han tenido falta de sosiego. Hay quienes se cubrieron con las sábanas, otros no, algunos incluso las agitaron con desazón para hacerse un poquito de aire a la vez que se desarropaban. Las puertas de las habitaciones han permanecido entreabiertas para que corriera un poco el aire y estar algo más ventilados y frescos; en los pasillos y hueco de la escalera se oían suspiros de desánimo e insomnio, además de pertinaces voces y el roce de las sábanas por las vueltas y revueltas sobre las camas; las puertas de los baños se abrían o cerraban tras haber tirado de la cadena, … algunas ventosidades también. Un susurro constante, como de oración, salía de una de las habitaciones: una mujer estuvo casi toda la noche rezando el rosario sentada en el sillón junto a su cama.

Las cuidadoras nocturnas, atentas a cualquier contingencia, ante la pesadez del ambiente no sabían muy bien que hacer, si ponerse a mirar el móvil, si leer un libro o alguna de las revistas que hay sobre los estantes y mesitas o, mientras se abanicaban, asomarse a la puerta de la calle para fumar un cigarrillo y refrescarse tras la lluvia caída. Dicen que, cuando se quedan solas y en paz, prefieren la soledad sin que nada rompa su recogimiento, sentándose al fondo del oscuro pasillo y teniendo como único punto de luz el piloto de emergencia.

A primera hora, las personas mayores válidas bajan al comedor a desayunar, tras haberse aseado y vestido. Las cuidadoras, mientras tanto, esos ángeles de la guarda y paciencia infinita, ayudan a las que tienen algún tipo de disfuncionalidad, las cuales, con inusitada tranquilidad y vidriosas miradas, esperan a que les hagan el tratamiento diario con los brazos estirados y las manos abiertas esbozando retazos de sonrisas que salen de sus desguazadas bocas: son limpiados y peinados, quitándoles las legañas de los ojos para que no queden enturbiados. La revisión diaria matinal se completa comprobando que no haya desgarrones o descosidos en las ropas, que no estén deshilachadas o les falte algún botón.

Durante el desayuno, una de las trabajadoras de la residencia dice en alta voz —<<Fulano, Fulanita, Mengano, Menganita, … cuando hayáis terminado de desayunar no os marchéis por ahí, que os tiene que ver el médico o la enfermera>>. Concienzudo el trabajo realizado por el experto personal de asistencia a los residentes, dotados de gran flexibilidad y generosidad, siempre amoldándose con extrema sensibilidad al constante porfiar de los abuelos y a los novedosos servicios, con respuestas amables y un sinfín de sonrisas, aunque algunas sean forzadas.

Es un día de fiesta, el tañido de las campanas, el ruido de los cohetes y los sones de la música los atrae hacía la puerta principal. El tono festero les embarga, les gusta el olor a pólvora, … les afloran los recuerdos que asaltan con precipitación sus memorias. Unos se sientan en los bancos, otros permanecen en sus sillas de ruedas, algunos se quedan de pie o simplemente apoyados en la pared, hay quienes también necesitan la ayuda de algún bastón; mientras, los arrugados rostros comienzan a ser acariciados por el sol en la Pllazeta de la Viñeta. A todos les embriaga la emoción, asoman lágrimas en sus ojos y se dibujan amplias sonrisas en sus labios iluminándoles el rostro. Unos dicen que irán a la procesión y a la misa, otros que solo a la misa, pero todos quieren o querrían acercarse hasta la Pllaza para ver los dances y los cabezudos; <<—¿Te acuerdas cuando bailábamos las cintas?, decía una mujer; —¡Pues claro que me acuerdo!, contestó el hombre que estaba a su lado mostrando una sonrisa de oreja a oreja>>.

Los que tienen algún tipo de disfuncionalidad o demencias, quedan recluidos en sus habitaciones o sentados en los bancos del exterior y en sus sillas de ruedas, a los que, de vez en cuando, hay que mullirles las almohadas o alzarles la cabeza; no pueden hacer nada por sí mismos. Aquellos que se valen de andadores para moverse, dan vueltas de continuo por el interior del edificio o por los alrededores del parque o jardines, aunque también los hay que se pasan las horas sentados en el sofá o en un sillón viendo la televisión, la mayor parte de las veces abstraídos y alejados del mundo exterior que les rodea mascullando cosas ininteligibles mientras sonríen: son los recuerdos; algunos incluso se pasan el rato fantaseando con sus dedos o haciendo ganchillo sin más. De vez en cuando, alguien se pone a cantar alguna jota o albada, así como melodías de sus épocas.

Se acerca la hora de comer… los abuelos se muestran impacientes. Tienen la esperanza de conseguir no se sabe muy bien qué, aunque lo que realmente esperan es su comida: son las fiestas y ha sido uno de los temas de conversación de esta mañana, esperan algún menú especial e incluso han llegado a decirse entre ellos lo que les gustaría comer y los postres a tomar; constantemente recordaban aquellos abundantes y suculentos banquetes que, en otros tiempos, realizaban en familia, <<—hoy tendremos sopa roya, se decía por aquellos entonces en los días de fiesta>>. Su talismán de supervivencia es la comida.

También muestran algo de inquietud, pues a primera hora de la mañana, la ambulancia ha llevado a una persona al hospital; todos querían saber y estar al tanto de lo ocurrido atosigando a preguntas al personal del centro. No obstante, su atención pronto quedó desviada: han asilado a un nuevo anciano que ha sido trasladado desde otra residencia, de manos temblorosas y algo adelantadas, temeroso de recibir algún golpe, de piernas inciertas y moviéndose con dificultad ayudado por un bastón; algo aturdido sí está, lo escudriña todo a su alrededor sin saber a ciencia cierta muy bien el qué, tratando de averiguar cómo ha podido llegar hasta aquí. Al recién llegado algunos residentes lo conocen, otros no.

Con extremada paciencia, las cuidadoras van dando de comer a los impedidos. Cucharada a cucharada, les acercan el puré a sus bocas y, de tanto en tanto, un pequeño trago de agua. Una malhumorada anciana, todo lo escupe y lo ensucia; la persona que la atiende detiene la cuchara y deja de darle de comer, mientras le da un respiro acariciando las viejas manos de piel seca y llenas de manchas, venas hinchadas y huesos traslúcidos. Sin dejar de rozarla suavemente, reinicia el acto de acercarle la cuchara a la boca, mientras que con su izquierda le sostiene las dos manos en un intento de apaciguarla; la abuela deja de escupir, aunque sigue manteniendo su actitud desafiante para con la persona que está a su lado ayudándola. La mujer no dice nada, tan solo lanza confusos gañidos en un intento demostrativo de supervivencia y de impotente maldad, como queriendo hacer daño, aunque de una manera infantil, y pedir perdón a la vez por ser así. La persona que la atiende no tiene prisa, sigue con sus mimos tratando de restablecer y ganarse la confianza; cuando finaliza, coge la servilleta y la limpia, tras lo cual le da un beso en la frente y se la lleva a una zona de sombra junto a la ventana para que esté tranquila y descanse.

Terminan de comer. Hay prisas por echar la partida de cartas, ver la televisión, salir a tomar el sol, dar un paseo o simplemente subir a la habitación para tumbarse sobre la cama o leer un rato; hay quien sale al exterior para cobijarse a la sombra de algún árbol y quedarse allí sentado con las manos entre las piernas y la mirada perdida entre las paredes de la iglesia y las abruptas paredes rocosas de la Peña del Morral, mientras le asaltan al recuerdo estribillos de viejas canciones, sin adaptarse del todo a la situación que le está tocando vivir. Todos dejan pasar el tiempo, disfrutando de la relativa tranquilidad del entorno… aunque, a veces, también lloran en silencio. Pronto saldrá La Llega y querrán ir a verla, rememorando épocas pasadas de cuando ellos mismos eran los protagonistas de las fiestas.

La tarde es agradable, con una ligera brisa refrescando el ambiente y música de fondo alegrando el entorno; un residente en silla de ruedas lleva un pequeño aparato de radio emitiendo alegres melodías de los pasados años sesenta. <<—Si pudiera, ahora mismo bailaría un rock, pero las piernas no me acompañan, porque mi verdadera edad es la del rock and roll —dice una de las ancianas del grupo de la puerta de entrada—. Solo el miedo a un posible infarto o a una caída me frenan, no a hacer el ridículo, que de eso no tengo, pues son distintas las maneras en que la edad queda reflejada en las personas con el paso del tiempo —siguió diciendo>>.

Todos están mirando hacia la cercana Pllazeta de San Miguel que, en días de mercados y ferias, siempre fue un hervidero de gente con sus idas y venidas, y por allí, rodeando a la espléndida Cruz de Término, ya desaparecida, y por el antiguo camino de Puy de Cinca y también del Torroc, junto al mismo cauce del barranco, dejaban atadas las caballerías por sus ronzales a las argollas hasta que volvían a por ellas. Una Pllazeta que siempre tuvo su ajetreo; ahora también… pero de coches. Continúan hablando de los tiempos pasados, de los temores que les embargan, de sus enfermedades, de sus pasadas dedicaciones: sobre el pastoreo, el trabajo duro del campo, el cuidado de los huertos, … y, como no, de algún que otro chismorreo también; la conversación es parsimoniosa, no hay prisa.

Avanza la tarde, no hace mucho acaba de pasar la ruidosa y animada Llega con sus palitroques y gaitas. Las cuidadoras ofrecen a los ancianos unos vasos con agua, limonadas o zumos industriales acompañados de galletas. Hay quienes, al acercarles el vaso, fruncen el ceño ante lo que les ponen delante, aunque no se sabe muy bien si aquellos recelosos y vagos ojos los están mirando o no, puesto que nada buscan y no se fijan en nada, ven el vaso, pero sin verlo. Al tocarles el hombro para llamar su atención y ofrecerles la bebida, incluso llegan a levantar la mano como un gesto defensivo y de súplica para no verse atacados y que les puedan hacer daño. A los más seniles e indefensos se les ayuda a merendar acercándoles el pequeño vaso hasta la boca para que den un sorbo, pues ellos no lo piden, ni tampoco saben cómo hacerlo: el personal de la residencia, son sus cabezas, sus manos, sus pies, … su todo, son sus ángeles de la guarda.

De encogidos dedos y estriadas uñas, manos de pieles plegadas por el uso y la falta de hidratación con sus palmas hendidas y golpeadas por el paso del tiempo, con sus pesares y dichas, con sus rostros arrugados y orejas alargadas y descolgadas: así son los abuelos… con su peculiar olor a viejos que no pueden disimular ni las colonias ni los perfumes.

De repente, el cielo es cubierto por un manto de grisáceas nubes y se oscurece la tarde; hace bochorno, el calor es sofocante: estalla una tormenta de verano. Todos corren a protegerse. Las trabajadoras del centro salen al exterior con diligencia para ayudar a los impedidos, los cuales, aunque la lluvia arrecie, siguen absortos y centrados en alguna de sus pasadas historias.

Chorrea en la calle, el agua se estrella en los cristales de los ventanales y las puertas. <<Si no lloviera tan fuerte, podríamos abrir alguna ventana para que nos impregnara del olor ligero y fresco a tierra mojada después de tantos días de sol y sequedad —dijo una de las cuidadoras—>>. Mientras los ancianos observan como el agua furiosa se bate contra los cristales, la nostalgia de la juventud pasada les invade y querrían seguir viviéndola. En el interior de la sala hay una buena algarabía, gritan los que están jugando a las cartas y al dominó, mientras se parten de la risa.

En un lado de la pequeña mesita que se halla adosada a la pared, un aplicado anciano está leyendo el periódico. En el otro extremo se haya sentado otro asilado intentando poner en orden unas anacrónicas fotos para pegarlas en un álbum; tarea lenta ésta, pues cada viejo retrato viene acompañado de recuerdos y, de vez en cuando, tiene que interrumpir su labor para pasarse el pañuelo por la punta de la nariz.

Todos están a resguardo, el chaparrón no cesa. A algunos se les cierran los ojos y dormitan, se hace un silencio denso. Hay a quien le viene el recuerdo de aquellos perros y gatos que le hicieron compañía durante mucho tiempo y sabe que sus ojos no volverán a toparse con aquellas acechantes miradas de los animales esperando una caricia o un pequeño trozo de pan, que nunca más saldrán a recibirlo con sus rabos incesantes o las colas levantadas acompañadas de ronroneos cruzándose entre las piernas.

Sufrieron las consecuencias de la guerra y la posguerra, fueron los sacrificados, pero no le tienen miedo al porvenir, pues saben que lo que les queda en la mochila de la vida es todo lo que tienen. Y aquí están, siendo unos héroes, residiendo en el asilo porque alguien así lo decidió. Padecieron penurias y tuvieron escasos disponibles para satisfacer sus necesidades, una generación que conoció la llegada de la era supersónica y del hombre a la luna, que ha visto como la tecnología ha terminado por imponerse en todos los campos y que no entienden la peregrina idea de esta llamada “sociedad adelantada o evolucionada” sobre el despilfarro y la tendencia a dilapidar los recursos naturales. Opinan que la mecanización ha desquiciado a la sociedad, que nos ha vuelto más insolidarios, herméticos y agresivos.

Terminan de cenar… algunos aún se darán un paseo por el pueblo para ver el ambiente festivo imperante antes de retirarse a descansar; los que no pueden valerse por sí mismos, son llevados a sus habitaciones. Cae la noche y los ruidos arrecian por los pasillos y el hueco de la escalera, hace calor. Tumbados en sus camas, aunque fingen dormir, siguen estando alertas examinándose. Están inmersos en su mundo, con sus dolores en las piernas o de espalda, sus palpitaciones o taquicardias, el ritmo de la respiración y la creciente torpeza de sus pies al caminar temiendo caerse empujados por otro tan viejo o que esté peor que ellos. Su curiosidad en estos momentos, se reduce a lo que pueda suceder en la cama de al lado; quizá oigan algún grito repentino en la habitación de al lado, producto de los sueños o desvelado por un sombrío dolor, pero continúan investigando sus cuerpos y prolongan el insomnio.

Pasa la vida y nos creemos que esto va a durar siempre, pero la vida se acelera y nos coge un tanto distraídos. Sin darnos cuenta, a través de caminos concurridos y agitados, nos vamos acercando a la vejez y acabaremos preguntándonos como hemos llegado, que hacemos allí, es entonces cuando comenzarán las reflexiones de cómo se nos ha podido ir el tiempo, aunque todos diremos que nos queda mucho por hacer. Se vive y siempre estamos de ida, lo ingenuo es creer que estamos de vuelta.

Debemos solidarizarnos con las personas mayores, que fueron despojados y desalojados de sus trabajos e incluso de sus casas con la sugerencia de que ya no eran necesarios, que eran una carga para la sociedad o de sus familias. Ellos siguen siendo la luz del mundo y nos redimen cada día con su saber y alegría. Ellos son los héroes… nuestros héroes.

 

Escrito de colaboración en el Llibré, con motivo de las Fiestas de Graus, año 2023.

 

 

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