Montañas mágicas

Montañas mágicas

Agrisadas y oscuras nubes de jirones inquietos se cuelan en cascada por los portillones, conformando un espeso manto que comienza a extenderse con rapidez por las cumbres a la vez que oculta en sus entrañas el colorido y toda referencia posible. Un silencio de muerte se adueña del espacio, la vista se turba y los ánimos se conmocionan. Pronto asomará ese penoso malestar que surge de nuestro interior y puede considerarse como preliminar del miedo.

 

 

Apenas amaneció, esas esbeltas figuras, imperturbables y desafiantes ellas, ya nos invitaban a la contemplación y a complacernos en los visual. Solitarias a veces, se alzan orgullosas para prestigio y gloria del entorno que las rodea. Testigos quedos de innumerables acontecimientos a lo largo de la historia. Fenomenales colosos que captan y regulan a los vientos, que elaboran y amasan tormentas de horrendos fragores, que rebosan de hontanares de gélidas y límpidas aguas, que protegen a los ríos y a las gentes que por allí habitan.

 

Según la época del año o el momento del día, sintonías de colores iluminan sus ladera, a veces desnudas y otra tapizadas por espesos bosques: ora de semblantes amarronados y grisáceos, ora de blancos inmaculados por las nieves remansadas o forradas de verdes y floridos coloridos. Abruptos barrancos que, en su descenso desde los altos y collados, las moldean y dejan una sucesión plateada de regueros y cascadas de juegos broncos y estrepitosos saltos, pregonando la razón de ser y la inmensidad de los montes y la grandeza de unos valles en cuyo seno acaban por refugiarse las aguas.

 

Ante nosotros, unas largas y serpenteantes sendas, blancuzcas y pisoteadas ellas, que van ascendiendo en zigzag, a veces más pedregosas y otras no tanto, que pueden verse como se alejan y enroscan entre las rocas en su búsqueda de recovecos que favorezcan la subida. Trochas que, de vez en cuando, también se adentran en la espesura de la vegetación, señalizadas con periódicos hitos o marcas invitando a seguir adelante, el bosque nos da su bienvenida. Penetrar en esas grandes masas arbóreas es como encontrar cosas que nunca antes se habían visto o no se esperaban —León Tolstoi, dijo: <hay quien cruza el bosque y solo ve leña para el fuego>—, incluso llega a surgir la pregunta: ¿cuántos árboles compondrán o harán falta para un bosque?

 

Resulta curioso comprobar como los sentidos se van adaptando al interior de la espesura vegetal, se amoldan a los juegos de luces y sombras, a la fragancia que desprenden los pinos y los arbustos, agudizando el oído para captar mejor los susurros del bosque, el crujir de la hojarasca y los murmullos del viento cuando agitan las copas de los árboles mucho más altas que nosotros teniendo que alzar la vista para verlas; no hay otros fenómenos naturales en el entorno que estén por encima del árbol, siempre tan próximos a nosotros y tan múltiples, porque las nubes pasan, la lluvia se insume y las estrellas quedan muy lejos.

 

Seguimos ascendiendo, vamos ganando altura, la imaginación echa a volar para deleite de sus propias fantasías, no obstante, unas pequeñas ráfagas de viento nos mantienen alerta y vienen a recordarnos el lugar donde estamos.

 

 

Rastreras nubes plateadas se asientan en el fondo de los valles sin que lleguen a desfallecer, a la vez que las emociones se apoderan de nosotros ante unos profundos precipicios. Las entelequias tienen espacio más que suficiente para poder correr, volar o juguetear alegres como mejor apetezca.

 

Los sentidos disfrutan del silencio de los valles, comienza a hacer acto de presencia la melancolía, sin que nada ni nadie ose interrumpirnos. A nuestra disposición un inconmensurable cuadro paisajístico imposible de reproducir en unas pocas frases, las cuales, además, iban a resultar escasas. Son momentos de reflexión, embargados por emociones carentes de ideas, estamos sobrecogidos por lo hermosos y lo novedoso, son instantes para fecundar la inteligencia y desarrollar las partes más oscuras y ocultas del cerebro. Se crean y suceden los pensamientos que, algún día, cuando menos lo estemos esperando, volverán a surgir. Difícil resulta razonar.

 

Como justo premio a nuestro esfuerzo, realzando de forma notable el valor de la ascensión, se despliegan ante nosotros unas panorámicas extraordinarias en las que se llegan a confundir las grandes masas boscosas con las verdes manchas de los prados y campos de cultivo. Hay que jugar  a los acertijos para con los pequeños pueblos o aldeas diseminados por las laderas y en los angostos o amplios valles.

 

Llegar a lo más alto, es todo un privilegio que nos permite ver más allá. Tendidas y cenicientas fajas brumosas en lontananza, cubriendo extensas partes bajas y acariciando los pequeños cerros y montes; unos descarnados y monolíticos macizos que, en época invernal, se hallan cubiertos de un blanco intenso; abruptas y profundas cavidades tapizadas por grandes masas de caóticos bloques caídos conformando multicolores cauces de piedras removidas.

 

 

 

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