¿Qué tal si subimos a la Peña del Morral?…
La Peña del Morral, esa silenciosa y estratégica atalaya…
Inmensa la satisfacción de llegar a esta silenciosa y estratégica atalaya. Un lugar en el que a los recuerdos se les da rienda suelta y acaban agitándose sobremanera, un sitio donde las inquietudes y los agobios tienen otra perspectiva. Un rincón íntimo, para disfrutar de la sorprendente panorámica sobre los valles del Ésera e Isábena, en el que la mirada es incapaz de captar en su totalidad los infinitos e inabarcables detalles, los cuales, por otra parte, son difíciles de reproducir en unas pocas frases escritas.
Nada más despuntar la aurora, la inmensa mole rocosa ya queda recortada en el horizonte. Un pétreo relieve que va ganando en consistencia a medida que aumenta la intensidad crepuscular, hasta quedar bañado por los rayos del sol en su plenitud.
Podría tratarse de un indeterminado día, podría tratarse de un amanecer cualquiera, pero… la mañana de hoy, aunque algo fresca en cuanto a temperatura ambiente, ha despertado de un cielo azul intenso y con mucha transparencia en la lejanía, por lo que determino subir al Sagrado Corazón de Jesús. Sé que el cansancio hará acto de presencia y permitirá que, desde lo más hondo del pecho, asome el resuello y deje escapar algunos rugidos sordos y profundos, pero el esfuerzo de subir a la inconfundible muela de conglomerado, esculpida por las bravas aguas de los ríos y encajada entre los profundos y labrados surcos de los barrancos de San Miguel y Riazuelo, bien habrá valido la pena.
Un rectangular pedestal hace de soporte a la gran escultura de Jesús que, con los brazos extendidos y manos abiertas, parece como querer acoger y abrazar a los extensos valles. Un monumento que, trascendiendo su simbología religiosa, ha llegado a convertirse en todo un icono, tanto del pueblo como del vasto territorio desde aquí avistado.
Tras el monumento, en lo que es una modesta protuberancia del terreno, quedan todavía restos de lo fue una antigua fortaleza de la Marca Superior, mandada construir por algún gerifalte moro. Fortificación que fue cercada, asaltada y tomada por las huestes de un rey cristiano del recién nacido Reino de Aragón. El paso del tiempo, otras guerras o sublevaciones y la imperiosa necesidad de reutilización de sus materiales, acabaron por demolerla piedra a piedra… ahora su memoria ya no vive ni en el más recóndito de los recuerdos. Cuando subes hasta lo que pudo ser la torre del homenaje, imaginas un territorio antaño sembrado de espías y criaturas al servicio de la alcazaba y su alcaide de turno; salvoconductos especiales serían necesarios para sortear a los innumerables centinelas por aquí apostados y a resguardo de los muros que frenaban las incursiones enemigas.
La esplendorosa ermita de San Pedro y el despoblado de Grustán, aunque éste un poco más alejado, hacen de escolta a La Peña por su parte más occidental. Su lado meridional se halla custodiado por los desperdigados restos de una antigua y maltrecha torre albarrana, donde se yergue una veleta con el escudo de la villa incorporado.
La Peña del Morral, siempre impasible en el acontecer de ese amplio escenario como son los valles y sus montañas, ha sido mudo testigo en cuanto a la evolución de losrelieves y de sus primeros hábitats prehistóricos, de las modulaciones sufridas para sus aprovechamientos agrícolas o forestales, de sus reparcelaciones en pequeñas o grandes huertas de regadío que ayudaron a cambiar las costumbres y los modos sociales, del furor periódico de los ríos y su implacable labor destructiva, de las epidemias y otras penurias pasadas, de la ampliación y transformación del caserío con las piedras amontonándose según fuera el sentir arquitectónico de las épocas, del florecer de la villa en su reputación y actividad, de las grandes ferias, mercados y fiestas, de la llegada de hombres ilustres y de otros muchos que no lo eran, de las celebraciones habidas o de las aflicciones en general …
En lontananza, las montañas se suceden unas tras otras. Grandes montes y altas cumbres, de escenografía cambiante según los juegos de luces y sombras. Allí nacen los valles, que terminan siendo surcados por extensas riberas de arbolado de verdosos y umbríos follajes, en donde fluyen los arroyos y por cuyos fondos discurren unos caudalosos ríos que van ajustándose a sus variables cauces. Corrientes fluviales de constantes reflejos, las más de las veces de aguas limpias y azuladas, pero también de oscuras, embravecidas y siniestras, que acaban por encontrarse bajo La Peña del Morral y dar forma a un enorme e inmóvil estanque, cuyos colores y reflejos solares varían en función de las masas de agua almacenadas, las cuales se delatan según sean los amarronados espesores de la inmensa faja que las ciñe.
Tierras de frontera, difícil orografía y silencios ensordecedores. Amplios confines que podrían contar muchas historias y dramas, y en los que la despoblación se cebó con saña; conjuntos de sucesos elaborados lentamente y que algunos se quedaron para siempre, otros muchos acabaron por disolverse en el aire como el eco lo hace en las montañas. Parajes en los que los ciclos de la naturaleza siguen su curso: se cubren en invierno por mantos de nieve, se tapizan de materia vegetal los suelos con las lluvias primaverales, se cosechan los cereales coincidiendo con los abrasadores calores del estío antes de comenzar las primeras vendimias y, llegado el otoño, se recolectan las almendras y el aceite, además de los frutos de los bosques. Si las precipitaciones son abundantes, las colosales y cercanas formaciones de conglomerado: Las Forcas, San Pedro, montes de Grustán o de Laguarres… revestidas a tramos por tupidas y verdosas agrupaciones boscosas, quedan oscurecidas por la humedad que rezuma y resbala hasta acabar deslizándose por sinuosos e incluso sonoros lechos.
Valles del Ésera e Isábena, otrora codiciados y disputados, hoy aquietados y caídos casi en el olvido. Salpicados de aldeas y pequeños pueblos: abandonados unos, arruinados otros y muchos dormitando entre suaves y agrestes pendientes, a la espera de no se sabe qué final. Inefables muestras de arte románico se guardan en sus entrañas, muchas maltratadas, arruinadas y tiradas por los suelos, un expoliado patrimonio con poca atención recibida; un gran y desconocido conjunto de bienes que fue levantado con el extraordinario esfuerzo de antiguas y anónimas generaciones, que no llegaron a tener su reconocimiento. Modestos y, a su vez, mayúsculos valles, que fueron germen y centro neurálgico del Condado de Ribagorza.
La mañana avanza, el día toca a su mitad, el sol sigue su trayectoria, cambia la intensidad de las luces y las sombras. Continuas absorto ante la belleza del paisaje junto a la peana del Sagrado Corazón de Jesús: se oye el rumor del tráfico, el martilleo neumático de las obras, el repicar de sonidos metálicos, el tañido de las campanas, el trasiego de los áridos, el griterío de los críos en la escuela, el murmullo ininteligible de no se sabe muy bien qué … Es como auscultar el latido del pueblo.
Observatorio implacable de todo lo sucedido en la villa y sus alrededores: de la construcción de su primigenia muralla y posteriores dilataciones, hasta quedar obsoleta y desbaratada y de la que aún hay algunos vestigios como estancados en el tiempo; de la construcción del muro para defenderse de las aguas de un recrecido pantano, que engulló las feraces huertas situadas junto a las riberas de los ríos, para terminar creando una nueva fisonomía y diseño urbanístico; de cómo se modificaron los accesos con la construcción de puentes o ensanchando los caminos, algunos de los cuales acabaron integrados en las nuevas planificaciones urbanas; de cuándo se talaron los corpulentos plátanos de sombra que jalonaban las vías de acceso a la población; de la demolición de casas, paredes de piedra, cruces de término, fuentes con sus abrevaderos y lavaderos, vallas de las huertas … una incesante labor en nombre de la llamada <<civilización>> de esa incansable piqueta demoledora, a la que poco o nada importó privar de sustancia a unos ancestrales e íntimos rincones, sin que nadie advirtiera sus mal disimulados remiendos.
Lejanos quedan los tiempos en que hubo molinos, batanes, pozo de hielo, serrerías, fábricas de harinas y de papel de estraza, destilerías de aguardiente, hilaturas de la seda y de las lanas, talleres de confección, cerámicas y tejerías, incluido el ensamblaje de autobuses… así como todo tipo de edificios auxiliares de una compleja arqueología industrial. Los viñedos llegaron a imponer su supremacía, abundaba la producción de vino y de calidad; los olivares y sus cosechas de aceite también tuvieron su relevancia; los ríos y los montes surtían las mesas de copiosas pescas y cacerías; los productos hortícolas ayudaban a rellenar las maltrechas despensas; la sericicultura fue boyante, dada la gran cantidad de moreras que había… aunque la actividad por excelencia, durante años, fue la confección de alpargatas, llegándose a elaborar varios centenares de miles de pares anualmente. Siempre ha sido un pueblo ajetreado.
A cobijo de esta mole rocosa, y como queriendo santificar al pueblo, se halla el renacentista conjunto de la Basílica de la Virgen de la Peña, cuyos tejados y campanario se hallan expuestos al detalle desde donde nos encontramos, además de la copa del más que centenario y emblemático urmo asomando por el hueco del claustro. Por mucho que intentemos estirarnos sobre la barandilla, no podremos ver la peñeta de las grallas, un apaño de principios del siglo pasado que apuntaló la enorme masa de conglomerado intentando protegerla de la erosión. Extenso es el manto arcilloso de ocres tejas y otras tonalidades rojizas que se despliega bajo La Peña. Abundan las casas más bien estrechas, más altas que anchas, que suben a la búsqueda del sol en su intento de defenderse de los rigores invernales, con sus falsas bajo las cubiertas de los tejados sobresaliendo en ese entramado de cicatrices que conforma el trazado de unas angostas calles, ajustadas a la sinuosidad del terreno en la medida que se iba desarrollando el caserío. Unos tejados en los que, cuando asoman los primeros fríos, las chimeneas principian a emanar o a reactivar un bosque de grisáceos y negros humos que se retuercen a merced de los movimientos del aire, quién también se encarga de transportarlos para acabar disolviendo.
Embelesado te quedas al contemplar el cuadro a tu alcance, pudiendo incluso llegar a hacer caprichosas cábalas acerca de la vida de sus habitantes. Te viene también a la imaginación el modo en que debía ser el tránsito de los campesinos y el deambular de otras gentes por los viejos caminos, con sus chaquetas de pana oscuras y pardas, con sus calzones y las medias gruesas, con sus chalecos y camisas de cáñamo, con sus boinas o pañuelos atados a la cabeza… calzando abarcas o alpargatas; iban o venían de las huertas, bien a pie o montados en las ancas de los borricos o con las parejas de mulos dirigiéndose a las labranzas tirando de unos carros cargados de hierbas y todo tipo de cultivos recolectados y mercancías, además de las leñas de lo que habían sido fornidas carrascas y caixigos.
El puente d’Abaixo, ixe llugá por aone beniban los de Caserras, i ‘n el que toz ‘n irén a esperá la gaita i podé empezá ben las fiestas, punto de confluencia de los valles del Ésera y del Isábena y de los ríos que los surcan, un lugar donde comienza el ancho camino de aguas remansadas que vienen a calmar la sed de las tierras bajas. Cuando te sientas o apoyas sobre su pretil, contemplas la quietud de las prisioneras aguas o el paso onduloso de la corriente bajo los arcos; son momentos de reflexión, se amontonan las emociones y se suceden los pensamientos… ¿Cuántos gigantescos maderos habrán pasado bajo sus arcos camino de los aserraderos u otros destinos finales? ¿Cuántas historias podría contarnos esta calzada empedrada que une las dos márgenes? Tamé ñ´ habeba el puente d’Arriba, pero se’l vá llevá el río y no ñai ni alazez.
La expansión urbana desbordó los viejos lindes del ancestral núcleo del Barrichós. Se crearon nuevas calles, unas más anchas o estrechas, otras más cortas o largas, algunas umbrías, otras más solanas… que se cruzaban en ángulos más o menos rectos a la vez que iban formándose nuevos espacios geométricos más grandes y destinados para el encuentro de la gente: eban as pllazas i pllacetas, donde celebrar los mercados y las ferias, además de otros festejos o concentraciones y en los que, además, se teatralizaba… alguna que otra ejecución, también. Las pllacetas de Fantón, Coreche, Coscolla, Barcelona, San Miguel y La Compañía, y, por supuesto, la impecable Pllaza Mayor.
La Pllaza Mayor, rebautizada varias veces, según las épocas y los momentos políticos, queda recortada entre la colección de tejados a modo de un gran prisma oblongo y por donde el pueblo respira. En su lado más occidental, se adivina la techumbre de la Casa del Barón, con sus grandes falsas. Encaradas al mediodía y bien soleadas, las fachadas de la Casa de la Billa, con su balconada principal y la galería de arcos de ladrillos caravista bajo cubierta, y una decorada Casa Heredia —actual sede comarcal— con su flamante reloj de sol y la secuencia de pinturas sobre escenas de la parábola del hijo pródigo representadas en el alero; así como la parte superior de los extensos y macizos soportales, adintelados, redondos e incluso alguno ojival, diseños propios del Renacimiento. El resto de las fachadas, con balcones de variadas formas y tamaños, pintadas y dibujadas, con unos aleros soportados por unos bien trabajados y sobresalientes canecillos de madera. También puede verse, por la parte más oriental, una pequeña porción del frontal de Casa Bardaxí, en cuyo tejado sobresale la caja de escalera de frontales abiertos y ventanales con su pequeña cubierta piramidal.
Mucha historia se guarda en las entrañas de La Pllaza, un espacio de viviendas suntuosas en las que se asentaron algunos infanzones —señores de remotas aldeas perdidas entre breñas—, ricos terratenientes y comerciantes de la época. Un lugar donde se agruparon los más pudientes porque allí se sentían más defendidos y protegidos al amparo de sus extensos patrimonios, en cuyas casas se atrincheraban tratando de preservarse y eludir las inclemencias del momento. Uno de los miembros de Casa Heredia, llegó a ser Comisario de Guerra y Secretario del Conde de Aranda. En Casa Bardaxí, emparentados con los Azara de Barbuñales, nacieron un Cardenal y un Presidente del Consejo de Ministros de España. Otros vientos soplaban por estos rincones, coincidiendo con los movimientos culturales de La Ilustración y la incipiente Revolución Industrial.
El barranco de San Miguel quedó soterrado y nació un nuevo espacio urbano, que posibilitó la celebración de admiradas ferias y otras concentraciones. Surgió en el callejero una nueva y gran cicatriz, pero esta vez en forma de amplio arco de círculo: la Calle del Barranco —bautizada de distintas maneras, según los tramos—. Una especie de cimitarra patada que, al unir la pllaceta de San Miguel con la glorieta de Joaquín Costa, hizo de línea de separación entre dos poderes bien diferenciados: por un lado la Pllaza Mayor, el ombligo del pueblo; en su margen contraria, la Iglesia parroquial de San Miguel con sus estilizadas linternas sobre las cúpulas que rematan el crucero y la capilla del Santo Cristo en el lado del evangelio del transepto —y de la que llegó a formar parte el suprimido escunchuradó donde se subía a orar y a realizar los rituales necesarios para alejar las tormentas de mal agüero—; un templo con la puerta principal de arco de medio punto y arquivoltas lisas encarada hacia el mediodía, precedida de dos columnas exentas que antaño soportaban al atrio porticado —mientras observas la Iglesia, te asoman los recuerdos de aquellos agobiados y rezagados domingueros subiendo desesperados, mientras flotaban en el aire los tañidos apresurados de los últimos toques llamando a la misa, tratando de alcanzar al cura antes de que diera comienzo el Evangelio—; y lo que fue la Iglesia de la Compañía de Jesús —actual Espacio Pirineos— en la que sobresale el tejadillo octogonal protegiendo la cúpula con lunetos sobre el crucero, a cuyo templo se hallaba adosado el hoy desaparecido convento y colegio de los jesuitas y en cuyo solar se encuentran las oficinas comarcales agroambientales, junto a la residencia de la tercera edad; de la mitad para abajo de la calle del Barranco estuvo también la Iglesia de Santo Domingo, que ya no existe y cuyas piedras se reutilizaron, al igual que las del edificio de los jesuitas, en la construcción de otro lugar santificado. El Convento de las monjas y el antiguo Mesón, unen a la calle del Barranco con la Pllaceta de San Miguel, una pllaceta donde se erigía una escultural cruz de término y en cuyo entorno se celebraban ‘as ferias d’ os criaus, pastós i rapatáns’.
Con el advenimiento de la Edad Moderna, tras el largo otoño del período medieval, surgió una nueva burguesía y los cambios políticos se sucedían. Sus huellas quedaron patentes en el casco urbano a modo de palacios, casonas o edificios religiosos: Palacio de los Mur y casa Solano o de Esmir —en la Pllaceta Coreche—; Casa Fantón —en la pllaceta de igual nombre—; Casas de la Billa, Barón, Heredia y Bardaxí —en la Pllaza Mayor—; Convento de Santa Ana —en la Pllaceta Coscolla—; Iglesias de Santo Domingo y la Compañía, con sus adosados conventos; Basílica de la Virgen de la Peña; una Iglesia de San Miguel reformada; puentes d’Abaixo i d’Arriba…
Otros elementos del visible paisaje urbano son: la gasolinera, la parte superior del colegio Joaquín Costa de tejado grana —¡qué de recuerdos me retrotraen a las etapas de mi infancia, pubertad y temprana adolescencia!—, la partida de Coscolla, lugar de asentamiento de un antiguo acuartelamiento militar y donde se levanta hoy el edificio del instituto… así como la esperpéntica antena de telefonía, ese cachivache metálico que degrada la bella panorámica en la que destacan La Puebla de Fantova, Torre de Ésera/Torrodésera y Torre de Obato/Torrobato —estos dos últimos pueblos relacionados con el afamado Ramón Baldellou, más conocido como “mosén cecllas o mosén matafame”— y la montaña mágica del Turbón como fondo.
Para los que ya tenemos una determinada edad, al centrar la atención en el encuentro de los ríos tenemos el presentimiento de que nos han <<robado o recortado>> parte de la infancia, pues ya nada queda de aquel primigenio entorno con su “gorga de La Familia” y la “fuente del Molino”, con aquellos huertos y choperas o la desembocadura de la caudalosa ‘acequia del molino’… El entorno ha cambiado, ya nada es igual, aunque asomen con avidez las experiencias de cuando eras un crío… de cuando ibas a pasar el rato a sus riberas o a darte un baño… de admirar como se deslizaba la corriente entre las orillas, mientras recorrías las charcas que habían quedado aisladas con la retirada de las crecidas y que las ranas aprovechaban para zambullirse… de seguir con la mirada las ramas y troncos que bajaban flotando sobre las aguas… de arrojar piedras al río e intentar que dieran pequeños saltitos sobre su superficie en el llamado ‘salto de la rana’… de jugar a ejércitos imaginarios galopando sobre ágiles corceles… sempre enchugaldrius pa’ acabá rebozaus de bardo en un barducal i escondius entre los chuncos… Mos podeban chitá o asentá en la arena d’ la illera ‘l río, tenín pedras entre las mans i movenlas cuan charraban de las cosetas de nusatros…
De pronto, las pulsaciones del pueblo comienzan a bajar de intensidad, se reduce la actividad. El atardecer no tardará en aproximarse. Hay que retornar… otro día volveremos a subir para seguir recreándonos con las vistas de nuestro pueblo en el que nació “mosén cañas”, fray Diego Cera, todo un gran musicólogo además de constructor de órganos; el escultor Felipe Coscolla Plana, a quien debemos la talla de la imagen de la Virgen de la Peña que está en el presbiterio de la Basílica; el pueblo que es el depositario del crucifijo de San Vicente Ferrer; un lugar donde estuvo destinado durante un tiempo el escritor jesuita Baltasar Gracián; y con el que también tuvo que ver el linaje de los Torquemada… un sitio donde vivió y murió “El León de Graus”, nuestro insigne pensador Joaquín Costa; y en cuyo Campo de Zapata fue herido de muerte el primer rey de Aragón, Ramiro I, durante su asedio a lo que, por aquel entonces, era una fuerte plaza musulmana y que pudo ser tomada, años más tarde, por su hijo Sancho Ramírez; una villa que, durante largo tiempo, llegó a pertenecer al Abadiado de San Victorián/Beturián; y que pudo sentirse orgullosa de su afamado Orfeón.
Es el momento de iniciar la bajada…, de pasar de nuevo por el bello claustro de la Basílica de la Virgen de la Peña y saludar al centenario urmo antes de adentrarnos en el entramado del casco urbano. El sol seguirá avanzando hacia el ocaso hasta esconderse tras los montes de la ermita de San Pedro y aún tardará un poquito en lanzar su alegre rayo de despedida, momento en que logrará despertar entre nuestros sentidos todo un enjambre de impresiones.
Escrito de colaboración en el Llibré, con motivo de las Fiestas de Graus, año 2022.