Ruta de ascenso al Pico Moncayo
Ruta de ascenso al Pico Moncayo desde el Santuario y Hospedería (ida y vuelta)
23-jul-2019 — Distancia recorrida: 8’43 km — Desnivel acumulado: 717 m
—¿Has visto el Moncayo?… —¿Aún tiene nieve el Moncayo?… Estas y otras preguntas tópicas suelen hacerse cuando transitas por las llanuras de la depresión del Ebro o asomas a algunos de los vértices de las cercanas sierras o las de lontananza. Un monte majestuoso, de elegante y atractiva silueta, que se alza para orgullo y prez del entorno que lo rodea. En los meses fríos, sus altas y sinuosas cumbres son como un remanso para las nieves, que más bien parecen las olas inmóviles de un gigantesco mar vistas desde allá a lo lejos.
¡Queríamos subir al Moncayo!… un monte saturado de gravedad y belleza, forjador de tempestades: el ‘Mons Canus’ —monte cano, blanco o níveo—. Imponente testigo de innumerables sucesos acaecidos a lo largo de los tiempos. Ese coloso que atrapa y viene a regular los vientos de todos los cuadrantes; ese hontanar que alumbra unos manantiales de ricas y gélidas aguas, progenitor de los ríos Huecha y Queiles y benefactor de las huertas en los pueblos que lo circunvalan. Una gran mole, de 2315 m, que contempló el paso de las legiones romanas camino de la heroica Numancia.
Comenzamos la andada en el parking del Santuario, superados los 1600 m de altitud. Un lugar que, desde su alargada balconada, ya nos ofrece un entremés de las panorámicas que íbamos a disfrutar durante toda la ascensión, aunque una especie de calima nos impidió tener una visión clara del paisaje a nuestros pies, pero también gozamos con lo que nos permitió el ambiente.
Los primeros 200/300 m de desnivel a superar una vez comenzada la excursión, se desarrollan bajo un espeso bosque en lo que se denomina ‘piso de vegetación subalpino inferior’. El exuberante arbolado aporta una buena sombra, hasta que llegamos a los 1800/1900 m de altitud, allí la vegetación desaparece pues no puede vivir a consecuencia de las bajas temperaturas y las fuertes oscilaciones térmicas, las precipitaciones de nieve cubren el suelo en invierno, además de producirse unas fuertes insolaciones.
Acaba la vegetación, ante nosotros se presentan con toda su majestuosidad las laderas más septentrionales del macizo que dan forma al circo de San Miguel, con la cima del Moncayo que pacientemente nos está esperando justo en lo más alto. Impresiona esta primera visión de lo que es el llamado glaciar del Cucharón o Pozo de San Miguel, una hoya cerrada y parcialmente tapizada por abruptos derrubios de gravedad en una masa caótica de bloques caídos a modo de un cauce de piedras multicolor.
Una larga, blancuzca y pisoteada senda de subida en zigzag se presenta ante nosotros, como si fuera una interminable culebra que se aleja y va enroscándose por entre las rocas en busca de recovecos —ahora desaparece y luego vuelve a aparecer un poco más allá—, por lo que es la loma de separación entre los circos de San Miguel y San Gaudioso hasta lograr alcanzar la parte más alta del cerro de San Juan (2279 m). Una senda que en invierno es borrada por el manto blanco de las nieves al cubrir estas laderas, para reaparecer de nuevo con la llegada del buen tiempo.
Como en toda ascensión, hay que encontrar la forma idónea de caminar, acomodarse a un paso lento y uniforme con alguna que otra parada para hacer algunas fotografías y tener algo de respiro, pues la impenitente subida no da ninguno. Hay que echar la imaginación a volar para deleite de sus propias fantasías en unos espacios imaginarios, ora mirando aquella nube plateada que viene rastrera, ora mirando emocionado el fondo del profundo precipicio que se extiende bajo nosotros. Al caminar, la desasida imaginación cuenta con espacio más que de sobra, pudiendo correr, volar o juguetear alegremente por donde mejor le apetezca. Unas pequeñas ráfagas de aire, nos mantienen alerta de que estamos ascendiendo a la cumbre más alta de la Cordillera Ibérica.
Llegamos al techo de la Ibérica, un conjunto de cimas o lomas achatadas entre las que el cerro de San Miguel es el punto más alto (2315 m) que delimitan la meseta castellana con la depresión del Ebro. Un lugar sagrado en la antigüedad —antiguas civilizaciones consideraron ideal a esta plataforma para rogar a sus divinidades—, en el que también los poetas, literatos y místicos han ido encontrando su fuente de inspiración. Un pequeño collado separa al cerro de San Juan de la cumbre, con un relieve poco accidentado de pizarras arcillosas y argilitas apizarradas.
Desde lo más alto, disfrutamos de la melancolía y el silencio de las llanuras del somontano, salpicadas de poblaciones que, en algunos de los casos, no supimos averiguar, aunque sí en el caso de Agreda, Vozmediano, Tarazona o San Martín de la Virgen del Moncayo, así como el embalse del Val en los alrededores de Los Fayos. Teníamos ante nosotros un gran cuadro paisajístico, imposible de reproducir en unas frases que, a buen seguro, iban a resultar insuficientes. El momento invitaba a sentarnos plácidamente y disfrutar, una emoción sin ideas te embarga al quedar sobrecogidos por una cosa novedosa y hermosa. Son instantes en los que la sensación llega a fecundar la inteligencia, desarrollándose en las partes más ocultas del cerebro una misteriosa concepción de los pensamientos, que algún día volverán a resurgir al ser llamados por la memoria, los sentidos están ocupados en procesar la información que reciben y se limitan a guardar las impresiones para analizarlas más tarde, son momentos en los que no se piensa y no se razona.
Nos habían hablado de lo peligroso que puede llegar a ser el Moncayo en días de niebla, pues es fácil quedarse sin referencias. Cuando los jirones de una niebla inquieta agrisada y oscura, comiencen a extenderse por este terreno, se apoderen del entorno y hagan desaparecer colores u otros puntos que puedan servir de guía, un silencio de muerte se hará dueño del espacio, la vista quedará turbada y el ánimo es posible entre en estado de conmoción sintiendo un penoso malestar como preludio del miedo.
Nos gustaría seguir descubriendo nuevos parajes de este impresionante espacio natural. Tendremos que visitar el pueblo de las brujas, Trasmoz, pues, según cuentan antiguas supersticiones o patrañas de estos lugares, sus almas suelen andar penando después de abandonar el cuerpo, que ni Dios ni el Diablo quieren hacer suyas. Acosan y persiguen a aquellos infelices que se arriesgan a pasar por los montes cercanos, ya haciendo ruido entre las matas como si fueran lobos, ya dando lastimeros quejidos como de criaturas, ya recitando oraciones rápidamente, pero al revés, …
Una vez terminada la excursión y de vuelta a Zaragoza, hemos parado a visitar el monasterio cirterciense de Santa María de Veruela, que alcanzó gran relevancia en su época al hallarse ubicado en la encrucijada de tres grandes reinos: Castilla, Aragón y Navarra. Hacía años que no lo visitaba y me ha complacido su estado actual. No voy a hacer ninguna reseña al respecto, aunque es posible la haga más adelante. Recomendable su visita.
Gustavo Adolfo Bécquer, en su obra: ‘Desde mi Celda – Cartas Literarias’, concretamente en la segunda, decía:
- ‘… todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. …’
- ‘… sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela …’
- ‘… allí sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el periódico…’