El Retablau

A las cinco fan los toros, a las seis empezarán.

Ya ’n llegau las <<Fiestas>>, ya fá un mes qu’ no saben charrá d’ otra cosa. Los primeros rayos del sol iluminan la Peña del Morral y la Basílica de La Virgen de la Peña. El pueblo comienza a desperezarse entre un alegre volteo de campanas y el son de la banda de música.

Tras la procesión y la misa, la atención se traslada a la pllaza para que, desde el retablau, la gente disfrute de los tradicionales ‘bailes de las espadas y las cintas, cabezudos incluidos’. Finalizado el festejo, la muchedumbre agolpada bajo las gradas y como si de un río desbordado se tratara, iniciará una jocunda y algarera marcha por las calles d’Enmedio, de Benasque o el Molino; unos van a tomar su vermú y otros al baile de la sesión-vermú. Pero… pasau un rato, toz acabarán din: mo ‘n van a comé y lo farén aprisa, pa’ podé í a tomá café y dispues a la corrida.

Cada mes de agosto, el ritual se repite: gruesos y largos maderos comienzan a tapizar el suelo de la plaza, junto con gran cantidad de tablones más o menos apilados, que se utilizarán para la construcción de un peculiar tendido: <<El Retablau>>, y en donde nada ajustará. En el recuerdo de la gente siempre estarán el maestro-carpintero, Carlons, y sus ayudantes, encargados de tan singular montaje en un espacio corto de tiempo (hay quien todavía se acordará del: —¿Encara?; —No <<era la respuesta recibida >>; —¿Enrasa?… <<volvía a repetir>>; —No <<le contestaban de nuevo>>; —¡Pues clava!).

Con el paso de los días, el armazón iba tomando forma y su maderamen era el alborozo de los muy dolens y boríns mocez: no feban más que chugá fen columpios, subín y baixan por la esquena de las gradas, s’ caeban, s’ siñalaban las garras con los tablóns, tamé ñ’ habeba qui s’ rompeba la crisma. ¡No pasaba nada!… ¡Llegaban las Fiestas!

Unas sobre otras, se claveteaban las tablas sin encaje alguno; muchas quedaban sueltas o cimbreantes. Los tacóns s’ acolaban ‘n os foraus, con algún que otro susto, ¡todo un suplicio!… Pero nada estaba mal, no habían ‘normas escritas’, la gente quería disfrutar de los festejos sentada… aunque no estuvieran cómodos o alguna traidora astilla les desgarrara su vestimenta. << ¡Eran las Fiestas! >>.

Desde la Casa d’ la Billa, se podía acceder al ruedo —más bien al cuadrilátero— por una pequeña puerta bajo su balconada, justo enfrente de <<la Puerta de Toriles>> que se prolongaba por la angosta calle El Forno y por donde saldrían los novillos-toros para enfrentarse a su destino. Un esquinado tercer portillo, se asomaba a la calle El Prió, sobre el que encontraba su acomodo la banda de música. Por último, <<la Puerta Grande>>, deván de Casa  Bardaxí, donde unos emocionados toreros, con sus rosáceos y amarillentos capotes de brega, sus miedos y nervios a flor de piel, aguardaban el momento del paseíllo rodeados de admiradores; un lugar por el que los toreros siempre soñaban con salir a hombros.

¡Rediez… qué maja está la pllaza!…  ¡si que ‘n ñai chen en el retablau! Tremendo el bullicio que emana de las entrañas de este oblongo e irregular anfiteatro. El panorama es único, representado con sus mejores galas: graderío repleto, balcóns a rebutí, fachadas tapizadas de colores variados y banderas al viento, además de innumerables abanicos agitándose, … gente de todo tipo y condición. Una gruesa y limpia capa de arena d’ la illera ‘l río cubre todo el espacio central donde ocurrirá lo importante, aquí se batirán en duelo el hombre y el animal, y acabará teñida de sangre… del toro o del torero.

Damas de honor, autoridades y otros acoplados, llenan la alargada balconada de la Casa d’ la Billa. Un desteñido toldo de color verdoso les protege de los últimos rayos del sol vespertino, además de salvaguardarlos de alguna de las piezas metálicas que pudieran desprenderse del gran gimnasta bulquiadó,  al realizar sus acrobacias: nuestro querido ‘Furtaperas’.

Como es norma, la gente se impacienta al retrasarse el comienzo de la lidia… y ‘Tonón de Baldomera’, con su gran bastón, no deja de golpear los tablones de la barrera. ¡Por fin!… desde el epicentro de la fiesta, en el balcón de las autoridades asoma un agitado pañuelo blanco, que acaba de sacar el Presidente de su faldriquera. Es la señal… ¡qué empiece la corrida! La banda de música irrumpe con su marcha torera, acompañada por las fanfarrias de las peñas… el público rompe en aplausos.

Por <<la Puerta Grande>> aparece nuestro aguacilillo: Santiagón de Bardají (‘Moena’), montado a caballo y tirando fuerte de las bridas para que no se le desmande, seguido de la cuadrilla que va a presentar sus respetos al balcón principal con un gesto de la cabeza y montera en la mano. Una llave empenachada de cintas es arrojada desde la balconada principal, que es recogida en el sombrero del aguacilillo y hacer su posterior entrega al que hace las veces de buñolero, que es la persona encargada de abrir la puerta de chiqueros. Los capotes de paseo de los toreros lucen extendidos sobre la barrera, bajo la custodia de unas bellas grausinas. Siguen los aplausos, el corcel brioso y con arte se retira de la pllaza; cesa la música… suena el clarín.

La cuadrilla, tras el reconocimiento de la arena toma sus posiciones siguiendo un orden nada casual, vistiendo sus elegantes trajes de luces: chaquetillas cortas y cargadas de bordados; coloridos y brillantes chalecos; taleguillas ceñidas y bien sujetas por los machos; medias sedosas y rosadas; zapatillas negras, flexibles y ligeras, con cordones y borlas de remate; talles apretados por unos refulgentes cinturones; blancas camisas adornadas de encajes y corbatines; sin olvidar la postiza coleta en sus cabezas. El torero, chulesco y desafiante se coloca con su capa de color magenta frente a la <<Puerta de Toriles>>, esa puerta de chiqueros que comunica al novillo-toro con su libertad engañosa: la de la arena de la plaza.

El público expectante, de rostros sonrosados y sonrientes, espera angustiado la salida del primero de los cuatro novillos de la lidia, a la vez que disfrutan de los humos y aroma de unos buenos cigarros-puros. La gente está impactada, sus corazones laten con fuerza, están a punto de asistir al duelo entre el hombre y la bestia. << —¡Mira, mira… ya sale! ¡Tiene buena pinta! ¡El cuerno está torcido!  ¡Es bizco! …  —claman al unísono—>>.

El toro arremete con fuerza y empuje, levantando la testuz de buena encornadura contra el matador, como si tuviera prisa en cumplir las profecías a las que está predestinado. El torero hace sus pases apareciendo el animal siempre unos pasos más allá; permaneciendo inmóvil mientras el toro rasca la arena con sus patas delanteras y la lanza contra los asientos de barrera en el ‘retablau’, quién, tras un tremendo bramido, volverá a abalanzarse contra el hombre, pues solo tiene ojos para él. La pllaza estalla en aplausos —<<¡Bravo!>> —grita el público, mientras el noble bicho sigue atento en su lucha contra la movediza capa que lleva el torero como única arma defensiva y ofensiva. —<<¡Ya verás! … —repetía la gente al unísono—>>.

Asustado y acorralado, el toro no da tregua… se revuelve, viéndose obligado el novillero a echar su capa por encima de la cabeza del animal ebrio de acometividad, a la vez que intenta llegar a la barrera reculando. El novillo-toro consigue deshacerse del paño que lo cubre y vuelve a abalanzarse sobre su enemigo; solo es cuestión de agilidad: ¿quién llegará antes?… El hombre resbala, cae al suelo —un ensordecedor griterío estalla en la pllaza, seguido de un profundo silencio—, es alcanzado por la asta que le rompe el calzón y no puede evitar ser revolcado, impulsado por las alturas y perder una de sus zapatillas. El diestro acaba por levantarse, saludando sonriente al público. La gente muda el semblante y recobra la respiración.

Llega el tercio de banderillas, hay que aplacar o estimular la cólera del toro. A cuerpo limpio, los banderilleros tratarán de clavar, como buenamente puedan, esas varillas en las que cuelgan papeles recortados de colores con la punta de hierro en forma de arpón. Hay algún susto que otro, a veces se ven obligados a huir sintiendo el aliento del toro quemándoles los hombros.

Avanza la lidia, ya estamos en el último tercio: el de la hora de la verdad, donde el matador se convierte en el rey de la escena. Toca la trompeta a muerte. El matador hace su brindis, dedica su faena a alguna persona concreta que asiste a la corrida, lanza la montera al aire y cae boca arriba, con lo que el corazón de los supersticiosos se acelera. Todos quedan sometidos a un gesto suyo, el diestro es el jefe: la arena es suya; hasta el toro que, sin saberlo, también queda subordinado a su poder.

La cuadrilla se hace a un lado, quedando frente a frente el hombre y el animal. Él con su muleta y espada delgada, larga y bien afilada; el bicho con su espalda corva, cuernos terribles y una fuerza inconmensurable. El hombre parece poca cosa ante semejante monstruo, cuya mirada desprende un fuego de ferocidad, aunque es evidente que la ventaja está del lado del torero y en esta desigual lucha es el fuerte quien sucumbirá y el débil será el vencedor.

La muleta comienza a flotar y a ondear ante los ojos del toro, quien arremeterá, pero el torero con un giro de talón conseguirá que tan solo le roce el pecho. Unos buenos pases regulares y cambiados hacen estallar la pllaza en aplausos, que más parecen irritar al animal y que se revuelva sobre el torero, el cual, estará esperando de nuevo, espada en mano.

Intentará llevar al toro donde quiere, aunque no siempre lo conseguirá, lo excitará hasta que pierda el instinto. Tandas por la derecha y naturales por la izquierda, rematados con un pase de pecho, siempre rozándose cada vez, aunque sin tocarse.

Es la ‘hora de la verdad’ o ‘la suerte suprema’. Terrible el primer impacto; la punta pincha en hueso, la espada se pliega como un arco para salir rebotada, silbando se escapa de las manos del matador al que solo le queda la muleta. Se agacha y la recoge del suelo, la limpia y se pone de nuevo en faena; esta vez la afilada y delgada lámina desaparecerá en toda su extensión entre los hombros del toro. El tembloroso animal se detiene sobre sus cuatro patas; el hierro le ha llegado al corazón, solo la empuñadura asoma sobre su nuca.

Mientras, el animal se pliega sobre sus cuartos delanteros y traseros, emitiendo un quejumbroso mugido, un torero despreocupado se va a saludar a las autoridades de la balconada principal. El toro acostado, solo tiene erguida su cabeza, momento que aprovecha el cachetero para asestarle el golpe definitivo con la puntilla, aunque es tarea que no siempre se consigue a la primera. El público emite su juicio, hay petición de una oreja.

La cabeza del animal cae sin estremecerse, expira al fin. Suena la música, se abre <<La Puerta Grande>>, aparecen los mulilleros guiando el arrastre, cuatro magníficas y engalanadas mulas con aparejos y derramando cascabeles entran arrastrando una especie de barra. Tras una o dos vueltas al ruedo y dejar marcadas sobre la arena unas grandes líneas manchadas de sangre, las mulas desaparecerán llevándose a la res muerta. Segundos después, las huellas serán rastrilladas por los que hacen de areneros.

Vuelve a sonar la música, se abre de nuevo la <<Puerta de Toriles>>. Asoma un toro berrendo de cuernos agudos y encorvados. Estallan los abucheos y silbidos… Da comienzo la ‘vida pública’ del animal, aunque va a ser efímera, pues durará escasamente media hora.

Espectadores de excepción eran los ‘carniceros’, quienes acababan quedándose con la carne de la res, para venderla después en sus carnicerías. Cuando la faena del matador no era buena y tenía que pinchar muchas veces al toro, siempre se oía a algún carnicero decir: <<¡Mátalo, pero no lo desfaigas, qui dispues no vale pa’ nada!>>.

Acabada la fiesta, los que vivían fuera, ‘echaban a volar de Graus’, como bandadas de pájaros espantados regresando a sus nidos. Continuamente se oirá: —Fulano se fue esta mañana…, —aquél partirá por la tarde… El pueblo atenuará su frenesí y pronto comenzará a desmantelarse <<el retablau>>.

 

(Escrito de colaboración en el Llibré, con motivo de las Fiestas de Graus, año 2021)

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