El sombrero

Jadeante, con las mejillas encendidas, un hombre corre tras su sombrero, que revolotea y juguetea unos pasos por delante. Es uno de esos días desapacibles de otoño, de relucientes y húmedas aceras salpicadas de hojas caídas. La fina llovizna que cae bailotea al son de los azotes del viento.

De pronto, una súbita ráfaga… sirve para experimentar un grotesco desconsuelo: la cabeza queda al descubierto. El sombrero salta e inicia un grácil rodar a merced de los impulsos del viento, quién, al soplar y resoplar, hace que la prenda protectora haga sus alegres cabriolas y rizos en el aire como golfín en mar brava.

Sangre fría y excepcional prudencia se necesita para capturar un sombrero. Si te precipitas en el salto o sigues una táctica opuesta te expones a perderlo para siempre. Hay que conservar la serenidad, ser cauto y perspicaz, agacharse y esperar la oportunidad; movimientos rápidos hacía delante, hacía atrás o a los lados, acercarte poco a poco, avanzar rápido y atraparlo por el casquete para calártelo de forma firme en la cabeza, a la vez que emites una sonrisa jovial, como si tú, protagonista, estuvieras juzgando el caso de forma jocosa.

A la ‘caza’ del sombrero, puedes acabar extenuado y, muchas veces, a punto de abandonar, pero, las ruedas de un coche aparcado, las ramas de un seto o algún obstáculo imprevisto, acaban con la alocada carrera.

La persona que lleva sombrero, es alguien que acostumbra a sentirse ‘libre’ con su imagen y seguro de sí mismo. Que el viento le arrebate la prenda, es como jugarle una mala pasada y perder todo el glamour que andaba buscando.

 

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